Tras su primer artículo sobre el origen del blasón, Lucas Montojo escribe de nuevo sobre heráldica. En esta ocasión nos ilustra acerca del simbolismo que los escudos tenían para sus portadores y de la significación que sus diferentes formas poseen:
Hace unas semanas traía esta página unas primeras nociones sobre el origen de la ciencia heráldica. En esas líneas hablaba del origen etimológico de la palabra blasón o de los reyes de armas que, durante siglos, han blasonado las armas de las más ilustres casas y de los más altos linajes. Veamos ahora algunos datos más sobre el blasón y su origen, y más concretamente los que tienen que ver con la forma del escudo.
El escudo, del latín scutum, generalmente era un tablero de madera sostenido por bandas de hierro, cubierto de piel por la parte exterior, que hacía las veces de lienzo sobre el que se extendían los colores o se pintaban las armas. En un principio se fabricaban de madera de sauce, fresno, álamo, higuera, corcho e incluso de mimbres entretejidos.
Todas las naciones y pueblos se han servido del escudo como arma defensiva, modificándolo según el tipo de ataque que debía rechazarse y el arma del atacante. El escudo era la mejor arma de un soldado, de la que no se desprendía jamás, y se complacía en adornarlo con emblemas y figuras consagrándole, incluso, una especie de culto.
Los escudos sagrados de la antigua Roma, cuyo origen es fabuloso, nos dan una idea del respeto que se tenía a las armas de esta clase. El año 47 de la fundación de Roma -706 años antes del nacimiento de Jesucristo- la peste se extendió por toda la península itálica y no cesó hasta que, según la leyenda, cayó del cielo un escudo de cobre. El rey Numa Pompilio consultó a la ninfa Ejeria y ésta le contestó que aquel escudo serviría para combatir la peste y también para cualquier otro suceso nefasto que pudiera sobrevenir, y que de su conservación dependería la suerte del Imperio. Los galos, para averiguar si sus hijos eran legítimos, tenían la costumbre de colocar al recién nacido en un escudo y aventurarlo a la corriente de los ríos. Si el agua se tragaba la improvisada embarcación, el infante se consideraba bastardo y no se contemplaba la opción de salvarle, mientras que se proclamaba la legitimidad si las aguas respetaban a la víctima. Los broqueles de los egipcios eran de un tamaño inmenso. En tiempos de la guerra de Troya no se portaban en el brazo, se aseguraban al cuello con una correa y protegían el pecho. Fueron los carios quienes cambiaron este uso incómodo y enseñaron a los griegos a llevar el escudo en el brazo izquierdo.
A medida que los pueblos iban evolucionando, el escudo fue recibiendo las influencias del arte, modificándose y cubriéndose de ciertos adornos. Destinado para guarecer al hombre de guerra de los ataques del enemigo, sirvió al mismo tiempo para hacer conocer las bellas acciones bélicas que honraban a su portador. Se representaron en él los grandes hechos por medio de la pintura y de la escultura y los escudos se transformaron en páginas de historia, o mejor aún, en el orgullo portable y tangible de su dueño, aunque algunas veces no era únicamente un hecho de armas lo que se representaba el escudo, sino que podía ser la expresión de un voto, una divisa amorosa o la amenaza de una venganza.
Así, poco a poco, el escudo fue convirtiéndose en un elemento indispensable, en algo imprescindible para el hombre que veía en él, no un objeto de vanidad, sino un elemento de prestigio e identificación personal y más tarde de su linaje.
Históricamente, en la vieja Europa, cada pueblo ha adoptado una forma propia para su escudo. Por ejemplo, el escudo español en la actualidad es cuadrilongo, redondeado por su parte inferior y, en ocasiones, terminado en punta en medio de la base -forma que comparten también Portugal y la actual región de Flandes-. Los franceses utilizan la misma silueta que los españoles, aunque antiguamente los bannerets -pequeños barones- utilizaban uno totalmente cuadrado, mientras que tradicionalmente las viudas y las doncellas usaban éste mismo girado a modo de rombo. En Alemania parecen no definirse por una única forma, pero en la mayoría de las ocasiones, independientemente de la hechura, se identifica su procedencia por una pequeña escotadura o muesca en la parte superior izquierda que antiguamente se utilizaba para sujetar la lanza. En Italia tiende a utilizarse el escudo oval, por ser la figura del escudo que más se acerca al círculo, diseño que usaron los romanos como símbolo de su dominio universal, aunque en varios países de Europa el escudo oval o circular suele ser de una dama. Los ingleses generalmente utilizan el escudo francés, modificándolo en algunas ocasiones, ensanchándolo por la parte superior del mismo.
En la próxima colaboración, trataré de explicar sucintamente cuáles son y cómo se llaman las posiciones de las figuras, ya sea en el campo o en el escudo, qué esmaltes -metales y colores- se utilizan sobre el mismo, y por último, cuáles son los forros del escudo y sus diferencias. Espero que con estas nociones el lector comprenda mejor el porqué de las armerías que adornan muchas de las fachadas de los más importantes edificios y organismos estatales, en unos tiempos en los que las tendencias desmitificadoras han relegado al olvido -espero que por el desconocimiento y no por los prejuicios- el enorme bagaje histórico que nos han legado nuestros antepasados a través de la heráldica.